Puedo contar las cosas más tontas esta tarde.
Contar, por ejemplo, que desde que tengo 30 uso celular. Razón suficiente para que todo lo que todo lo que dije sobre lo estúpida que es la gente que usa celular haya caducado; no hay nada que me divierta más que ser contradictoria.
Puedo contar también que le estoy dando duro y parejo a los esparrágos ahora que se consiguen a 3,50 el paquete. O que me antojo con dulces a las 12 de la noche y me meto en la cocina a prepararme un crumble de manzana o unas palmeritas. Cosas que serían perfectamente comprensibles si estuviera embarazada pero como no es el caso, no.
Puedo contar también que cada cuento o novelita corta que termino de Carson McCullers -Reflejos en un ojo dorado, por caso- me deja en un estado de excitación febril tal que no puedo entender cómo pude vivir tantos años sin haber leído sus libros, cómo fue eso acaso posible.
O que el otro día estaba pensando que tengo una debilidad por los oficios/profesiones en extinción. Me hago periodista cuando el periodismo se está muriendo, intento convertirme en escritora cuando los libros -por lo menos los de ficción- ya no le interesan a nadie, me hago madre cuando lo que está de moda es "me encantan los chicos, pero no son lo mío".
Por último, puedo contar que el otro día estaban cambiando la cerámica del baño y me tuve que lavar la cabeza en la pileta de la cocina. Era algo que no hacía mucho tiempo, pero que enseguida sentí muy familiar. No se porqué pero en mi casa nos solíamos lavar la cabeza en la pileta de la cocina, no todos los días, pero de vez en cuando surgía un "agarrá la toalla y el shampoo y te lavo acá rapidito". Era algo que me gustaba. La toalla en el cuello, la cabeza boca abajo, la sangre que metía presión, las manos de mi mamá, hacer público un acto que suele ser privado. De cualquier manera, que otra persona me lave la cabeza -en la pileta de la cocina, en la bañadera, en la peluquería- es algo que me gusta.
Y eso es todo lo que quería contar.
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