Reportándome desde el Once. Vivir acá es como vivir dentro de un todo x 2 pesos gigante, una feria del consumo demencial, que me obliga a llevar a los tirones a renata cada vez que caminamos por pasteur, y ella se para en todas las vidrieras para decirme "má, ¿me comprás eso?", apuntando su dedito a una calculadora extra large o a un peluche panda de dos metros o a cortinas de baño con bolitas plateadas. Y hay veces que directamente se me mete en los negocios -que estilan no tener puertas, invitandola aún más a la lujuria chinoconsumista- para abarcar con sus manos todos los objetos comprables de la tienda al grito de "ves má, ¡quiero TODO!".
El barrio está que arde. El trajín comienza bien temprano y cuando salimos con Renata para tomar el tren se va, el tren se va (subte B), a eso de las 8 y media, ya es un hervidero. Hay chinos y chinitos por todos lados, lo que nos lleva a veces a sentirnos en una especie de gran torino, donde no va a faltar mucho para que la china de enfrente, la que riega todas las tardes las plantas de su balcón tan lejos de Pekín, nos diga: “qué hacen aquí, no se dan cuenta que ustedes ya no pertenecen”.
Puertas adentro, todo es calma y tranquilidad. El edificio está lleno de seniors que no joden y desde el quinto piso no se escucha casi nada del quilombo. El departamento es luminoso, enorme para mis estándares, y de materiales nobles. Paredes gruesas, techos altos, pisos de madera bellísimos. Un señor departamento. Qué agregar: estoy feliz.
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